25 noviembre, 2020

Empoderada

Recuerdo el instante en qué me di cuenta que decía adiós al trastorno alimentario.

Adiós a vivir a través de una mirilla, adiós en la prisión construida con pensamientos obsesivos, adiós a los reproches hacia mi cuerpo, adiós al control alimentario, adiós a la desazón silenciosa, a la mochila de culpa, al disfraz de normalidad, en la vida no vivida…
Recuerdo exactamente la premisa que brotó en mi interior y que aconteció pilar de mi identidad, implicaba autoacceptación:

«No estoy dispuesta a malgastar más mi tiempo, no estoy dispuesta a perder la salud a expensas de ser delgada. Esto ya no es cierto para mí, este no es mi camino. Quiero vivir feliz, quiero una vida normal, quiero darme la oportunidad de no sufrir. Y no le debo nada a nadie, no tengo que ser nada más que el que soy… Me lo debo a mí misma.»

Estos pensamientos me acompañan desde entonces y han hecho de mí una mujer más auténtica y alegre, más transparente y segura. Valoro más el que vivo porque cada instante, por insignificante que parezca, es la vida en su esplendor. No tengo grandes metas ni pienso a hacer la vuelta en el mundo, hacerme rica o encontrar al príncipe azul… Solo soy consciente que cada día es uno menos de los que estaremos aquí. Por eso, no quiero que nada me lo tome y agradezco cada experiencia…. Con todas las imperfecciones la existencia es perfecta porque lo acepto como es.
La aceptación de mi cuerpo vino de la mano de rendirme en la vida. Entendiendo rendirse como entregarse. Entendiendo que vivimos algo transmutable y cambiante, podemos sentirla sin miedo. Así, no hay donde ir que no sea aquí, no hay que esperar que no esté aquí y no somos aquella imagen futura que volemos lograr; somos el que somos ahora y mientras no lo abrazamos con amor incondicional no podremos disfrutarlo.
La aceptación del que soy y el que vivo me permitió empezar de nuevo empoderada.

Marina