24 marzo, 2022

ELLA NO ES EL TCA

Sus ojos inquietos me buscan entre el grupo de madres. Sé que sonríe cuando me encuentra, a pesar de la mascarilla le tape los labios. Hemos aprendido a hacerlo con los ojos.
Esta escena me recuerda cuando era pequeña y lo iba a buscar al hogar de niños. Cuando todo era más fácil y su mochila física y emocional pesaba menos. Cuando el único monstruo que lo habitaba y teníamos que combatir era el miedo a dormir sola. Cuando la comida no era el enemigo. Ni el espejo ni la ropa.
Es la hora de merendar y hoy, por fin, puede hacerlo con nosotros.
Bajamos por el ascensor porque de momento todavía no le permiten subir y bajar escalas. Coincidimos con otra chica y su madre. Y me reconozco en la mirada ilusionada de la madre y en aquel poso de agotamiento y tristeza que nos acompaña.
Ellas entrecruzan una conversación sobre algo que ha pasado a la unidad mientras miran afanosas los móviles que los acabamos de dar.
Cuando llegamos abajo nos espera su hermana y el abrazo es inmenso y eterna, como cuando volvía de colonias y se reencontraban otra vez. No puedo retener las lágrimas y dejo que fluyan a chorro, como un grifo que alguien ha abierto después de días y días de estar cerrada.
Paseamos por la calle mientras se ponen al día puesto que hacía un mes que no se veían. Y ríen, y se hacen selfies y se explican chismes.
Sentamos en una cafetería. Hacía meses que no lo hacíamos con ella. Cuando viene el camarero a pedirnos qué queremos mi cuerpo se tensa de golpe, respiro hondo y arranco. Tres cafés con leche vegetal y tres bocadillos pequeños de queso. Es el que habíamos pactado con ella y su psicóloga para poder merendar con nosotros. Ahorrarle la angustia de elegir.
Su hermana la distrae dándole conversa y yo, una vez hecha al pedido, me permito relajarme un poco. Las miro y me imagino que acabamos de salir del teatro y estamos haciendo un bocado antes de volver hacia casa. Como tantas veces lo habíamos hecho antes, hace unos años. Ignoro al monstruo. Nos prohibimos, sin decírnoslo, hablar de comer, del peso, de calorías, de ropa, del cuerpo. Y esta vez funciona.
Disfruto viéndola comer, como cuando era pequeña y probaba nuevos platos. Le encantaba probar nuevos gustos y texturas, no hacía feo a nada.
Las dos horas nos pasan volando. Se nos quedan cortas, como siempre.
Y a pesar de sabemos que tenemos que dejarla otro vez en el hospital y que habrá otro abrazo enorme e infinito y las lágrimas de las tres y la puerta que se cierra y nos separa las vidas, sabemos también que hoy, durante un rato, hemos empequeñecido el monstruo y hemos podido verla a ella sin la enfermedad.
Porque ella no es el TCA. Ella sufre TCA, pero es mucho más que el trastorno. Y hay que recordárnoslo a menudo. Hace falta no olvidarlo.